jueves, 6 de octubre de 2016

JESÚS MARTÍN-BARBERO*



TRANSFORMACIONES
COMUNICATIVAS

Y TECNOLÓGICAS DE LO PÚBLICO



1. Esfera pública y comunicación

Desde su inicio en el siglo XVIII la “esfera pública burguesa”, definida por J. Habermas como publicidad – “mediante la cual el interés público de la esfera privada en la sociedad burguesa deja de ser percibido de manera exclusiva por la autoridad y comienza a ser tomado en consideración como algo propio por los súbditos mismos”– remite al proceso de comunicación en el que toma forma el doble tráfico de las mercancías y las noticias. Lo que emerge en la “esfera pública” es un nuevo modo de asociación no vertical, como el que se forma desde el Estado, y del que hacen parte originariamente sólo los que tienen instrucción y propiedad.

Un siglo después la esfera pública es redefinida por la aparición de las masas urbanas en la escena social, cuya visibilidad remite a la transformación de la política que de un asunto de Estado pasa a convertirse en “esfera de la comunidad, la esfera de los asuntos generales del pueblo”. De otro lado, la visibilidad política de las masas va a responder también a la formación de una cultura-popular-de-masa: los dispositivos de la massmediación articulan los movimientos de lo público a las tecnologías de la fábrica y del periódico, al tiempo que la aparición de la rotativa, ampliando el número de ejemplares impresos, abarata los costos y reorienta la prensa hacia el “gran público”.

La publicidad, en el sentido habermasiano, va a conectar entonces dos discursos. Primero, el de la prensa que ensambla lo privado en lo público a través del debate entre las ideologías y la lucha por la hegemonía cultural; y segundo, el de la propaganda comercial que transviste de interés público las intenciones y los intereses privados. A caballo entre ambos discursos se produce el desdoblamiento que lleva de lo público al público que conforman los lectores, los espectadores y los consumidores de cultura.

La otra figura comunicacional de lo público es la de la opinión pública. Esta es entendida en principio como la acción que se oponía a la práctica del secreto, propia del Estado absolutista, y el principio de la crítica como derecho del público a debatir las decisiones políticas, esto es el “debate ciudadano” como espacio de articulación entre la sociedad civil y la sociedad política, entre conflicto y consenso. Pero en una sociedad descentrada como la actual que ni el Estado ni la Iglesia pueden ya vertebrar– y estructuralmente mediada por la presencia de un entorno tecnológico productor de un flujo incesante de discursos e imágenes lo público es cada día más identificado con lo escenificado en los medios, y el público con sus audiencias. La opinión pública que los medios fabrican con sus sondeos y encuestas tiene así cada vez menos de debate y de crítica ciudadanos y más de simulacro: sondeada, la sociedad civil pierde su heterogeneidad y su espesor conflictivo para reducirse a una existencia estadística. Y el vacío social de la representación facilitará la asimilación del discurso político al modelo de comunicación hegemónico, esto es, el que proponen la televisión y la publicidad.


2. Transformaciones de la sociabilidad

Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación están reconfigurando los “modos de estar juntos” desde las transformaciones de nuestra percepción del espacio y del tiempo. Del ‘espacio’, profundizando el desanclaje que produce la modernidad por relación al lugar, desterritorialización de los mapas mentales y de las formas de percibir lo próximo y lo lejano. Paradójicamente esa nueva espacialidad no emerge del recorrido viajero que me saca de mi pequeño mundo sino de su revés, de la experiencia doméstica convertida por la televisión y el computador en ese territorio virtual al que, como de manera expresiva ha dicho Virilio “todo llega sin que haya que partir”. En lo que respecta al ‘tiempo’, estamos ante unos medios dedicados a fabricar presente, un presente autista, que pretende bastarse a sí mismo. Lo que sólo puede producirse mediante el debilitamiento del pasado, de la conciencia histórica. Al referirse al pasado, a la historia los medios masivos lo hacen casi siempre en forma descontextualizada, reduciendo el pasado a una cita, y a una cita que en la mayoría de los casos no es más que un adorno con el cual colorear el presente siguiendo ‘las modas de la nostalgia’. El pasado deja de hacer parte de la memoria convirtiéndose en ingrediente del pastiche que nos permite mezclar los hechos, las sensibilidades y estilos de cualquier época, sin la menor articulación con los contextos y movimientos de fondo de esa época. Y un pasado así no puede iluminar el presente, ni relativizarlo, ya que no nos permite tomar distancia de la inmediatez que estamos viviendo, contribuyendo así a hundirnos en un presente sin fondo, sin piso, y sin horizonte. La obsesión de presente implica a su vez una flagrante ausencia de futuro. Catalizando la sensación de “estar de vuelta” de las grandes utopías los medios se han constituido en un dispositivo fundamental de instalación en un presente continuo, en “una secuencia de acontecimientos que, como afirma Norbert Lechner, no alcanza a cristalizar en duración, y sin la cual ninguna experiencia logra crearse, más allá de la retórica del momento, un horizonte de futuro”. Y así se nos hace imposible construir proyectos: ”Hay proyecciones pero no proyectos”, algunos individuos se proyectan pero las colectividades no tienen dónde asir los proyectos. Y sin un mínimo horizonte de futuro no hay posibilidad de pensar cambios, con lo que la sociedad patina sobre una sensación de sin-salida.

Aceleradamente desanclado de los referentes espaciales y temporales de pertenencia el lazo social se atomiza y desencanta debilitándose su estabilidad, su capacidad de aglutinación y convocatoria a participar en proyectos colectivos. Inestabilidad que viene a reforzar la nueva matriz técnico-informacional del orden urbano: la verdadera preocupación de los urbanistas hoy no es que los ciudadanos se encuentren sino que circulen, porque ya no se nos quiere reunidos sino conectados. Es en ese nuevo espacio comunicacional, tejido ya no de encuentros y muchedumbres sino de flujos y redes, en el que emergen unos nuevos “modos de estar juntos” y otros dispositivos de percepción, que aparecen mediados por la televisión, después por el computador y en poco tiempo más por la imbricación entre televisión e informática, en una acelerada alianza entre velocidades audiovisuales e informacionales. Mientras el cine catalizaba la “experiencia de la multitud” en la calle, pues era en multitud que los ciudadanos ejercían su derecho a la ciudad, lo que ahora cataliza la televisión es por el contrario la “experiencia doméstica” y domesticada: es “desde la casa” que la gente ejerce ahora cotidianamente su conexión con la ciudad. Mientras que del pueblo que se tomaba la calle al público que iba al cine la transición era transitiva y conservaba el carácter colectivo de la experiencia, de los públicos de cine a las audiencias de televisión el desplazamiento señala una profunda transformación: la pluralidad social que, sometida a la lógica de la desagregación, hace de la diferencia una mera estrategia del rating: imposible de ser representada en la política la fragmentación de la ciudadanía es tomada a cargo por el mercado encontrando su correlato en el consumidor.

En los últimos años el tejido de tradiciones e interacciones que daban consistencia a los partidos políticos y a los sindicatos ha comenzado a disgregarse. La descentralización y dispersión de los ámbitos de trabajo, las exigencias dominantes de la urbanización, la reducción de la familia, la diversificación e hibridación de las profesiones y la disgregación del tejido de tradiciones que daban consistencia a esas organizaciones son procesos que concurren hacia una reducción de la interacción social y de los lugares y las ocasiones de interacción, haciendo que ellas (las organizaciones) pierdan sus lugares de anclaje, de intercambio e interlocución con la sociedad. Y desconectados del vivir social –por su incapacidad de dar forma a la pluralidad y heterogeneidad de las demandas, y/o por la pérdida del subsuelo que los conectaba con la trama de la sociedad– los partidos tenderán a convertirse en “maquinaria política” incorporada al aparato de gobierno, mientras los sindicatos des-concertados buscan a tientas su reubicación en la nueva y móvil geografía laboral que configuran la mutación informacional y globalizada economía-red. El ámbito determinante de ese cambio son las nuevas condiciones de un capitalismo de acumulación flexible (D. Harvey) hecho posible por las nuevas tecnologías productivas y las nuevas formas organizacionales conducentes a una descentralización que es desintegración vertical de la organización del trabajo –multiplicación de las sedes, subcontratación, multiplicación de los lugares de ensamblaje– y a una creciente concentración económica.


3. Reconfiguraciones de la visibilidad
y el reconocimiento

Fagocitado durante mucho tiempo por lo estatal, sólo en los últimos años lo público empieza a ser percibido en las peculiaridades de su autonomía, sustentada en su doble relación con los ámbitos de la ‘sociedad civil’ y de la comunicación. Desde el pensamiento de H. Arendt y R. Sennet lo público aparece como “lo común, el mundo propio a todos”, lo que implica que ello sea al mismo tiempo “lo difundido, lo ‘publicitado’ entre la mayoría”. Que es en lo que hace hincapié Sennet cuando refiere lo público a aquel espacio de la ciudad (desde el ágora griega) en el que la gente se junta para intercambiar informaciones y opiniones, para deambular escuchando y entretenerse controvirtiendo. Entre nosotros Germán Rey ha desarrollado esa articulación fundante de lo público entre el interés común, el espacio ciudadano y la interacción comunicativa: circulación de intereses y discursos que lo que tienen de común no niega en modo alguno lo que tienen de heterogéneos, ello es más bien lo que permite el reconocimiento de la diversidad haciendo posible su contrastación. Es lo propio de la ciudadanía hoy el estar asociada al “reconocimiento recíproco”, esto es, al derecho a informar y ser informado, a hablar y ser escuchado, imprescindible para poder participar en las decisiones que conciernen a la colectividad. Una de las formas más flagrantes de exclusión ciudadana en la actualidad se sitúa justamente ahí, en la desposesión del derecho a ser visto y oído, que equivale al de existir/contar socialmente, tanto en el terreno individual como el colectivo, tanto en el de las mayorías como en el de las minorías. Derecho que nada tiene que ver con el exhibicionismo vedetista de nuestros políticos en su perverso afán por sustituir su perdida capacidad de representar lo común por la cantidad de tiempo en pantalla.

La cada vez más estrecha relación entre lo público y lo comunicable –ya presente en el sentido inicial del concepto político de publicidad cuya historia, como anotábamos antes, ha sido trazada por Habermas– pasa hoy decisivamente por la ambigua y muy cuestionada mediación de las imágenes. La centralidad ocupada por el discurso de las imágenes –de las vallas a la televisión pasando por las mil formas de afiches, graffiti, etc.– es casi siempre asociada, o reducida, a un mal inevitable, a una incurable enfermedad de la política moderna, a un vicio proveniente de la decadente democracia norteamericana, o a una concesión a la barbarie de estos tiempos que tapan con imágenes su falta de ideas. Y no es que en el uso de la imágenes que hace la sociedad actual y la política haya no poco de todo eso, pero de lo que estamos necesitados es de ir más allá de la denuncia, hacia una comprensión de lo que esa mediación de las imágenes produce socialmente, único modo de poder intervenir sobre ese proceso. Y lo que en las imágenes se produce es, en primer lugar, la salida a flote de la crisis que sufre, desde su interior mismo, el discurso de la representación. Pues si es cierto que la creciente presencia de las imágenes en el debate, las campañas y aun en la acción política espectaculariza el mundo del acontecer hasta confundirlo con el de la farándula, los reinados de belleza o las iglesias electrónicas, también es cierto que por las imágenes pasa una construcción visual de lo social en la que esa visibilidad recoge el desplazamiento de la lucha por la representación a la demanda por el reconocimiento. Lo que los nuevos movimientos sociales y las minorías –las etnias y las razas, las mujeres, los jóvenes o los homosexuales– demandan no es tanto ser representados sino reconocidos: hacerse visibles socialmente, en su diferencia. Lo que da lugar a un modo nuevo de ejercer en la política sus derechos. Y, en segundo lugar, en las imágenes se produce un profundo des-centramiento de la política tanto sobre el sentido de la militancia como del discurso partidista. Del fundamentalismo sectario que acompañó desde el siglo pasado hasta bien entrado el actual el ejercicio de la militancia en las derechas como en las izquierdas las imágenes dan cuenta de lo que Norbert Lechner denomina el “enfriamiento de la política”, esto es, la desactivación de la rigidez en las pertenencias posibilitando fidelidades más móviles y colectividades más abiertas. Y en lo que al discurso respecta la nueva visibilidad social de la política cataliza el desplazamiento del discurso doctrinario, de carácter abiertamente autoritario, a una discursividad democrática si no de manera clara, hecha al menos de ciertos tipos de interacciones e intercambios con otros actores sociales. De ello son evidencia tanto las consultas de la opinión realizadas desde el campo de la política como la proliferación creciente de observatorios y veedurías ciudadanas. Resulta bien significativa esta, más que cercanía fonética, articulación semántica entre la visibilidad de lo social que posibilita la constitutiva presencia de las imágenes en la vida pública y las veedurías como forma actual de fiscalización e intervención de parte de la ciudadanía.


4. Metamorfosis de lo público
en la era de la información

El vacío de utopías que atraviesa el ámbito de la política se ve llenado en los últimos años por un cúmulo de utopías provenientes del campo de la tecnología y la comunicación: “aldea global”, “mundo virtual”, “ser digital”, etc. Y la más engañosa de todas, la “democracia directa” atribuyendo al poder de las redes informáticas la renovación de la política y superando de paso las “viejas” formas de la representación por la “expresión viva de los ciudadanos”, ya sea votando por Internet desde la casa o emitiendo telemáticamente su opinión. Estamos ante la más tramposa de las idealizaciones ya que en su celebración de la inmediatez y la transparencia de las redes cibernéticas lo que se está minando son los fundamentos mismos de “lo público”, esto es, los procesos de deliberación y de crítica, al mismo tiempo que se crea la ilusión de un proceso sin interpretación ni jerarquía se fortalece la creencia en que el individuo puede comunicarse prescindiendo de toda mediación, y se acrecienta la desconfianza hacia cualquier figura de delegación y representación.

Hay, sin embargo, en no pocas de las proclamas y búsquedas de una “democracia directa” vía Internet, un trasfondo libertario que apunta a la desorientación en que vive la ciudadanía como resultado de la ausencia de densidad simbólica y la incapacidad de convocación que padece la política representativa. Trasfondo libertario que señala también la frustración que produce especialmente entre las mujeres y los jóvenes la incapacidad de representación de la diferencia en el discurso que denuncia la desigualdad. Devaluando lo que la nación tiene de horizonte cultural común –por su propia incapacidad de articular la heterogeneidad, la pluralidad de diferencias de las que está hecha– los medios y las redes electrónicas se están constituyendo en mediadores de la trama de imaginarios que configura la identidad de las ciudades y las regiones, del espacio local y barrial, vehiculizando así la multiculturalidad que hace estallar los referentes tradicionales de la identidad.
           
Lo que las redes ponen en circulación son a la vez flujos de información y movimientos de integración a la globalidad tecnoeconómica, la producción de un nuevo tipo de espacio reticulado que debilita las fronteras de lo nacional y lo local al mismo tiempo que convierte esos territorios en puntos de acceso y transmisión, de activación y transformación del sentido del comunicar. Pero no podemos pensar las redes únicamente en términos de comunicación pues ellas tienen cada día un papel más notorio en la racionalización del consumo ajustando los deseos, las expectativas y demandas de los ciudadanos a los regulados disfrutes del consumidor.

Virtuales, las redes no son sólo técnicas, son también sociales: ahí está el dato duro de que Internet sólo concierne hoy a un 1 % de la población mundial y de que su requisito, el teléfono, nos avoca a esta paradoja: ¡hay más líneas telefónicas en la isla de Manhattan que en toda Africa! Por más que el crecimiento de los usuarios en América Latina sea rápido los tipos de usos diferencian radicalmente el significado social del estar enchufado a la red. Pues entre el peso de la información estratégica para la toma de decisiones financieras y la levedad del paseante extasiado ante las vitrinas de los bulevares virtuales hay un buen trecho. Que se hace mucho mayor cuando el crecimiento de la riqueza interior a la red es conectado con la acelerada pauperización social y psíquica que se vive en su exterior: en el lugar desde el que la gente se enchufa a la red. Todo lo cual tiene poco que ver con las tan repetidas y gastadas denuncias de la homogeneización de la vida o la devaluación de la lectura de libros. Pues la virtualidad de las redes escapa a la razón dualista con la que estamos habituados a pensar la técnica, haciéndolas a la vez abiertas y cerradas, integradoras y desintegradoras, totalizadoras y destotalizantes, nicho y pliegue en el que conviven y se mezclan lógicas, velocidades y temporalidades tan diversas como las que entrelazan las narrativas de lo oral con la intertextualidad de las escrituras y las intermedialidades del hipertexto.

La toma de distancia crítica, indispensable por el vértigo en que nos sumergen las innovaciones tecnológicas, empieza por romper el espejismo producido por el régimen de inmaterialidad que rige el mundo de las comunicaciones, de la cultura o del dinero, esto es, la pérdida de espesor físico de los objetos haciéndonos olvidar que nuestro mundo está a punto de naufragar bajo el peso y el espesor de los desechos acumulados de toda naturaleza. Pero al mismo tiempo cualquier cambio en esa situación pasa por asumir la presencia y la extensión irreversible del entorno tecnológico que habitamos. De otra parte, no es cierto que la penetración y expansión de la innovación tecnológica en el entorno cotidiano implique la sumisión automática a las exigencias de la racionalidad tecnológica, de sus ritmos y sus lenguajes. De hecho lo que está sucediendo es que la propia presión tecnológica está suscitando la necesidad de encontrar y desarrollar otras racionalidades, otros ritmos de vida y de relaciones tanto con los objetos como con las personas, en las que la densidad física y el espesor sensorial son el valor primordial. Y para los apocalípticos –que tanto abundan hoy– ahí están los usos que de las redes hacen muchas minorías y comunidades marginadas introduciendo ruido en ellas, distorsiones en el discurso de lo global a través de las cuales emerge la palabra de otros, de muchos otros. Y esa vuelta de tuerca evidencia en las grandes ciudades el uso de las redes electrónicas para construir grupos que, virtuales en su nacimiento, acaban territorializándose, pasando de la conexión al encuentro, y del encuentro a la acción. Y por más tópico que resulte, ahí está la palabra del comandante Marcos introduciendo (junto con el ruido de fondo que pone la sonoridad de la selva Lacandona) la gravedad de la utopía en la levedad de tanto chismorreo como circula por Internet.

El uso alternativo de las tecnologías informáticas en la construcción de la esfera pública pasa sin duda por profundos cambios en los mapas mentales, en los lenguajes y los diseños de políticas, exigidos todos ellos por las nuevas formas de complejidad que revisten las reconfiguraciones e hibridaciones de lo público y lo privado. Empezando por la propia complejidad que a ese respecto presenta Internet: un contacto privado entre interlocutores que es a su vez mediado por el lugar público que constituye la red; proceso que así mismo introduce una verdadera explosión del discurso público al movilizar la más heterogénea cantidad de comunidades, asociaciones, tribus que al mismo tiempo que liberan las narrativas de lo político desde las múltiples lógicas de los mundos de vida despotencian el centralismo burocrático que promueve la mayoría de las instituciones, potenciando la creatividad social en el diseño de la participación ciudadana.

Que nadie se confunda, las tecnologías no son neutras pues más que nunca ellas constituyen hoy enclaves de condensación e interacción de mediaciones sociales, conflictos simbólicos e intereses económicos y políticos. Pero es por eso mismo que ellas hacen parte de las nuevas condiciones de entrelazamiento de lo social y lo político, de la formación y el ejercicio de nuevas formas de ciudadanía.


5. Tecnicidad e información:
un enclave estratégico de lo público

El espacio público no es sólo el espacio de la expresión política sino el del acceso a la información. Que, como ha señalado J. Keane, desborda el espacio nacional constituyendo una esfera pública internacional que moviliza nuevas formas de ciudadanía mundial, como lo muestran las organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos y las ONG que desde cada país median entre lo internacional y lo local. Estamos ante un ámbito que constituye hoy uno de los derechos fundamentales del ciudadano, pues se ha convertido en una condición clave en la construcción de identidades colectivas. Por el acceso a la información pasa a la vez una de las posibilidades estratégicas de democratización de nuestras sociedades y una de las formas de exclusión social más decisivas ya que ese acceso se juega al mismo tiempo sobre el orden económico –posibilidades económicas de conectarse a la red– y el cultural: saberes, lenguajes, hábitos y destrezas mentales. Todo lo cual le está exigiendo a las organizaciones, fundaciones y asociaciones ciudadanas un compromiso específico y unas tareas ineludibles:

•    Desarrollar en la sociedad y en el Estado una toma de conciencia sobre el carácter estratégico del Espacio Público de Información,
•    Emprender acciones para traducir el Espacio Público en un Archivo Virtual Mundial al que puedan acceder y en el que quepan todos los pueblos,
•    Proponer regulaciones del Espacio Público de Información de modo que sean respetadas tanto la vida privada como la confidencialidad de los datos requeridos para el acceso, privacidad y confidencialidad que se hallan hoy amenazados como nunca antes y tanto por el mercado como por el Estado,
•    Difundir que el “bien común” se halla representado sobre todo en la existencia del otro, y en especial del más otro, el pobre,
•    Pensar las redes de comunicación e información como el tejido nervioso de la solidaridad humana y el internacionalismo,
•    Desarrollar el intercambio de información pública no disponible ejercitando la crítica y reinterpretación de la disponible,
•    Conectar a la red las experiencias de organización horizontal e informal de las comunidades populares,
•    Proporcionar bases técnicas a los movimientos que buscan recrear la democracia expandiendo el pluralismo y la multiculturalidad.


Bibliografía

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Virilio, P., Un paysage d’événements, Galilée, Paris, 1996.





* Español. Doctor en Filosofía con posdoctorado en Antropología y Semiótica. Coordinador del Programa de estudios culturales de la Universidad Nacional de Colombia. Asesor en comunicación y política de la Fundación Social.

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