lunes, 20 de octubre de 2014

LA ALDEA GLOBAL

Arjun Appadurai

Allá lejos y hace tiempo
La modernidad pertenece a esa pequeña familia de teorías que a la vez declaran poseer, y desean para sí, aplicabilidad universal. Lo que es nuevo de la modernidad se desprende de dicha dualidad. Sea lo que sea que el proyecto de la Ilustración haya creado, cuando menos aspiró a producir personas que, en forma consiguiente, hubieren deseado volverse modernos. Este tipo de justificación de sí, y de profecía cumplida de antemano, ha generado un sinnúmero de críticas y ha provocado gran resistencia, tanto a nivel de la teoría como de la vida cotidiana.
En mi juventud en Bombay, mi experiencia de la modernidad fue sobre todo sinestésica y fundamentalmente pre-teórica. Descubrí la imagen y el aroma de la modernidad leyendo Life y catálogos de colegios universitarios estadounidenses en la biblioteca del Servicio de Información de los Estados Unidos, yendo al Cine Eros, a tan sólo cinco cuadras de mi edificio de apartamentos y donde se proyectaban películas de clase B (y algunas de clase A) provenientes de Hollywood. Le rogaba a mi hermano, que al principio de la década del sesenta estaba en la Universidad de Stanford, que en sus visitas me trajera pantalones vaqueros y, en su bolsillo, un poquito del aire de aquel lugar, de aquella época. Fue así que fui perdiendo la Inglaterra que había mamado en mis textos escolares victorianos: en rumores de compañeros de liceo que habían conseguido la beca de la Fundación Rhodes, en libros de Billy Bunter and Biggles que devoraba en forma indiscriminada, lo mismo que a los libros de Richmal Crompton y Enid Blyton. Franny y Zooey, Holden Caulfield y Rabbit Angstrom fueron lentamente erosionando aquella parte de mí que hasta ese momento siempre había sido la Inglaterra eterna. En fin, tales fueron las pequeñas derrotas que explican por qué Inglaterra perdió el Imperio en la Bombay pos-colonial.
En ese entonces no sabía que yo estaba pasando de un tipo de subjetividad poscolonial (dicción anglófona, fantasías de debates en la Oxford Union, miraditas prestadas a la Encounter, un interés patricio en las humanidades) a otro: la del Nuevo Mundo más duro, sexual y adictivo de las reposiciones de Humphrey Bogart, las novelas de Harold Robbins, la revista Time y las ciencias sociales al estilo estadounidense. Para cuando me lancé de lleno a los placeres del cosmopolitismo en Elphinstone College, tenía Todo Lo Necesario –una educación anglófona, una dirección en un barrio de clase alta de Bombay (aun cuando mi familia tenía ingresos de clase media), fuertes conexiones sociales con las personalidades importantes del college, un hermano famoso como ex alumno (hoy fallecido), y hasta una hermana, también en el college, con hermosas amigas. Pero el virus estadounidense ya me había alcanzado. Fue así que comenzó mi travesía, que luego me llevaría a la Universidad Brandeis (en 1967, donde los estudiantes se habían convertido en una incómoda y desequilibrante categoría étnica), y más tarde a la Universidad de Chicago. Hacia 1970, todavía estaba a la deriva, pero más o menos encaminándome hacia las costas de las ciencias sociales estadounidenses, los estudios de las regiones del mundo, y aquella forma triunfal de la Teoría de la Modernización, que en un mundo bipolar todavía era una extensión de la cultura y de la política exterior estadounidense.
El medio es el mensaje
Todas las grandes fuerzas sociales tienen sus precursores, precedentes, análogos y raíces en el pasado. Son estas genealogías múltiples y profundas las que han frustrado las aspiraciones de los modernizadores de diferentes sociedades, en la medida que pretendían sincronizar sus relojes históricos. Argumentaré en favor de un quiebre general en el tenor de las relaciones intersocietales en las últimas décadas. Esta forma de entender el cambio –y en particular, el quiebre– necesita ser explicada y diferenciada de otras teorías anteriores de la transformación radical.
Uno de los legados más problemáticos de las grandes teorías de las ciencias sociales de Occidente (Auguste Comte, Karl Marx, Ferdinand Toennies, Max Weber, Emile Durkheim) es que constantemente ha reforzado la idea de la existencia de un momento muy preciso –llamémosle el momento moderno– que al irrumpir genera un quiebre profundamente dramático y sin precedentes entre el pasado y el presente. Reencarnada luego en la idea de la ruptura entre la tradición y la modernidad, y tipologizada como la diferencia entre las sociedades que son ostensiblemente tradicionales y las ostensiblemente modernas, esta visión ha sido, en repetidas oportunidades, objetada porque distorsiona los significados del cambio y la política de lo pasado. Y sin embargo, es cierto: el mundo en el que vivimos hoy –y en el cual la modernidad está decididamente desbordada, con irregular conciencia de sí, y vivida en forma despareja– por supuesto que supone un quiebre general con todo tipo de pasado. ¿Qué tipo de quiebre es éste, si no es el que identifica y narra la Teoría de la Modernización?
Este trabajo lleva implícita una teoría de la ruptura que adopta los medios de comunicación y los movimientos migratorios (así como a sus interrelaciones) como sus dos principales ángulos desde donde ver y problematizar el cambio, y explora los efectos de ambos fenómenos en el trabajo de la imaginación, este último concebido como un elemento constitutivo principal de la subjetividad moderna. El primer paso de esta argumentación es que los medios de comunicación electrónicos han transformado decisivamente el campo de los medios de comunicación de masas en su conjunto, lo mismo que a los medios de expresión y comunicación tradicionales. Esto no debe interpretarse como una fetichización de lo electrónico, tomado como la única causa o motor de dichas transformaciones. Los medios de comunicación electrónicos transforman el campo de la mediación masiva porque ofrecen nuevos recursos y nuevas disciplinas para la construcción de la imagen de uno mismo y de una imagen del mundo. Esta es, por consiguiente, una argumentación relacional. Los medios electrónicos transforman y reconfiguran un campo o conjunto mayor, donde los medios impresos y las formas orales, visuales y auditivas de comunicación continúan siendo importantes, aun cuando sean alterados interna y sustancialmente por los medios electrónicos. Como resultado de efectos tales como la transmisión de noticias en videos digitales vía computadora; la tensión que surge entre el espacio público del cine y el espacio privado donde uno mira un video; su casi inmediata absorción por el discurso público; o la tendencia a ser asociados con el glamour, el cosmopolitismo y lo nuevo (ya sea en relación a las noticias, la política, la vida doméstica o el mundo del entretenimiento y del espectáculo), los medios electrónicos tienden a cuestionar, subvertir o transformar las formas expresivas vigentes o dominantes en cada contexto particular.
Los medios electrónicos dan un nuevo giro al ambiente social y cultural dentro del cual lo moderno y lo global suelen presentarse como dos caras de una misma moneda. Aunque siempre cargados de un sentido de la distancia que separa al espectador del evento, estos medios de comunicación, de todos modos, ocasionan la transformación del discurso cotidiano. Del mismo modo, los medios electrónicos pasan a ser recursos, disponibles en todo tipo de sociedades y accesibles a todo tipo de personas, para experimentar con la construcción de la identidad y la imagen personal. Esto es así porque permiten que los guiones de las historias de vida posibles se intersecten o coincidan con el encanto de las estrellas de cine y con las tramas fantásticas de las películas sin necesariamente quedar disociados del mundo plausible de los noticieros, los documentales, los periódicos, y otras formas de proyección en blanco y negro. Debido a la pura multiplicidad de las formas que adoptan (el cine, la televisión, los teléfonos, las computadoras) y a la velocidad con que avanzan y se instalan en las rutinas de la vida cotidiana, los medios de comunicación electrónicos proveen recursos y materia prima para hacer de la construcción de la imagen del yo, un proyecto social cotidiano.
Lo mismo que ocurre con la mediación ocurre con el movimiento. Por cierto, las migraciones en masa (ya sean voluntarias como forzadas) no son un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad. Pero cuando las yuxtaponemos con la velocidad del flujo de imágenes y sensaciones vehiculizados por los medios de comunicación de masas, tenemos como resultado un nuevo orden de inestabilidad en la producción de las subjetividades modernas. Cuando los trabajadores turcos en Alemania miran películas provenientes de Turquía en sus apartamentos de Berlín, y los coreanos de Filadelfia miran las imágenes de las Olimpíadas de Seúl (1988) que les llegan de Corea vía satélite, y los taximetristas paquistaníes que viven en Chicago escuchan casetes con grabaciones de los sermones pronunciados en las mezquitas de Paquistán o Irán que les envían sus parientes y amigos por correo, lo que vemos son imágenes en movimiento encontrándose con espectadores desterritorializados. Esto da lugar a la creación de esferas públicas en diáspora, fenómeno que hace entrar en cortocircuito las teorías que dependen de la continuidad de la importancia del Estado-nación como el árbitro fundamental de los grandes cambios sociales.
En suma, los medios electrónicos y las migraciones masivas caracterizan al mundo de hoy, no en tanto nuevas fuerzas tecnológicas sino como fuerzas que parecen instigar (y a veces, obligar) al trabajo de la imaginación. Combinados, producen un conjunto de irregularidades específicas, puesto que tanto los espectadores como las imágenes están circulando simultáneamente. Ni esas imágenes ni esos espectadores calzan prolijamente en circuitos o audiencias fácilmente identificables como circunscriptas a espacios nacionales, regionales o locales. Por supuesto, muchos de los espectadores no necesariamente migran. Y por cierto, muchos de los eventos puestos en circulación por los medios de comunicación son, o pueden ser, de carácter meramente local, como ocurre con la televisión por cable en muchas partes de los Estados Unidos. Pero son pocas las películas importantes, los espectáculos televisivos o las transmisiones de noticias que no sean afectadas por otros eventos mediáticos provenientes de afuera o de más lejos. Y también son pocas las personas que en el mundo de hoy no tengan un amigo, un pariente, un vecino, un compañero de trabajo o de estudio que no se haya ido a alguna parte, o que esté de vuelta de algún lado, trayendo consigo historias de otros horizontes y de otras posibilidades. Es en este sentido que podemos decir que las personas y las imágenes se encuentran, de forma impredecible, ajenas a las certidumbres del hogar y del país de origen y ajenas también al cordón sanitario que a veces y selectivamente tienden a su alrededor los medios de comunicación locales o nacionales. Esta relación cambiante e imposible de pronosticar que se establece entre los eventos puestos en circulación por los medios electrónicos, por un lado, y las audiencias migratorias, por otro, define el núcleo del nexo entre lo global y lo moderno.
La imaginación al poder
Los antropólogos han aprendido a concebir las representaciones colectivas como hechos sociales –es decir, viéndolas como trascendiendo la voluntad individual, cargadas con la fuerza de la moral social, y en definitiva como realidades sociales objetivas. Lo que me interesa sugerir aquí es que en las últimas décadas hubo un giro, que se apoya en los cambios tecnológicos ocurridos a lo largo del último siglo, a partir del cual la imaginación también ha pasado a ser un hecho social y colectivo. Estos cambios, a su vez, son la base de la pluralidad de los mundos imaginados.
A la luz de lo anterior podría parecer absurdo sugerir que haya algo nuevo acerca del papel de la imaginación en el mundo contemporáneo. Después de todo nos hemos acostumbrado a pensar que todas las sociedades han producido su propio arte, sus propios mitos y leyendas, expresiones que implicaron un potencial desvanecimiento de la vida social cotidiana. En tales expresiones todas las sociedades demostraron tener la capacidad de trascender y enmarcar su vida social cotidiana recurriendo a mitologías de diversa índole en las que esa vida social era reelaborada e imaginativamente deformada. Por último, en sueños, aun los individuos de las sociedades más simples han encontrado un lugar para reorganizar su vida social, darse el gusto de experimentar sensaciones y estados emocionales prohibidos, y descubrir cosas que se han ido filtrando en su sentido de la vida cotidiana. Más aún, en muchas sociedades humanas, estas expresiones han sido la base de un complejo diálogo entre la imaginación y el ritual, a través del cual, mediante la ironía, la inversión, la intensidad de la ejecución y la labor colectiva a que obligan muchos rituales, la fuerza de las normas sociales cotidianas se fue profundizando. Lo anterior, por cierto, se desprende del tipo de aporte indiscutible que nos ha legado lo mejor de la antropología canónica del último siglo.
Al sugerir que la imaginación en un mundo pos-electrónico juega un papel significativamente nuevo, baso mi argumento en las tres distinciones siguientes. La primera es que hoy la imaginación se ha desprendido del espacio expresivo propio del arte, el mito y el ritual, y ha pasado a formar parte del trabajo mental cotidiano de la gente común y corriente. Es decir, ha penetrado la lógica de la vida cotidiana de la que había sido exitosamente desterrada. Por supuesto, esto tiene sus precedentes en las grandes revoluciones, los grandes cultos y los movimientos mesiánicos de otros tiempos, cuando líderes firmes e influyentes conseguían imponer su visión personal en la vida social, dando nacimiento así a poderosísimos movimientos de cambio social. Hoy, sin embargo, ya no es una cuestión de individuos dotados de cualidades especiales (carismáticos) capaces de inyectar la imaginación en un lugar que no es el suyo. Las personas comunes y corrientes han comenzado a desplegar su imaginación en el ejercicio de sus vidas diarias. Esto se ve en el modo en que mediación y movimiento se contextualizan mutuamente.
Cada vez más gente parece que imaginara a diario la posibilidad de que, en un futuro, ellos o sus hijos vayan a vivir o a trabajar a otros lugares, lejos de donde nacieron. Esta es la resultante del aumento del índice migratorio, tanto a nivel de la vida social nacional como global. Otros son llevados a la fuerza a sus nuevos lugares, como nos lo recuerdan los campos de refugiados en Tailandia, Etiopía, Tamil Nadu o Palestina. Estas personas tienen que mudarse y llevar con ellos la capacidad de imaginar y plantearse otras formas de vida. Finalmente está el caso de aquellas personas que se mudan en busca de trabajo, riquezas y oportunidades a raíz de que sus situaciones se han vuelto intolerables. Por eso, cambiando en algo y ampliando los conceptos de lealtad y partida propuestos por Albert Hirschman, podríamos hablar de diásporas de la esperanza, diásporas del terror y diásporas de la desesperación. Pero en todos los casos, estas diásporas introducen la fuerza de la imaginación, ya sea como memoria o deseo, en la vida de mucha de esta gente, así como en mitografías diferentes a las disciplinas del miedo y el ritual de corte clásico. Aquí la diferencia fundamental es que estas nuevas mitografías pasan a convertirse en estatutos fundacionales de nuevos proyectos sociales, y no son simplemente un contrapunto de las certezas de la vida cotidiana. Para grandes grupos humanos, estas mitografías sustituyen la fuerza glacial del habitus por el ritmo acelerado de la improvisación. En este caso las imágenes, guiones, modelos y narraciones (tanto reales como ficticios) que provienen de los medios de comunicación de masas son lo que establece la diferencia entre la migración en la actualidad y en el pasado. Aquellos que quieren irse, aquellos que ya lo han hecho, aquellos que desean volver, así como también, por último, aquellos que escogen quedarse, rara vez formulan sus planes fuera de la esfera de la radio o latelevisión, los casetes o los videos, la prensa escrita o el teléfono. Para los emigrantes, tanto la política de la adaptación a sus nuevos medios sociales como el estímulo a quedarse o volver son profundamente afectados por un imaginario sostenido por los medios masivos de comunicación, el cual con frecuencia trasciende el territorio nacional.
La segunda distinción es entre la imaginación y la fantasía. A este respecto hay un cuantioso y respetable corpus de trabajos escritos, sobre todos por los críticos de la cultura de masas afiliados a la Escuela de Frankfurt, en alguna medida anticipados por la obra de Max Weber, que ve al mundo moderno encaminado hacia una jaula de hierro, y que predice que la imaginación se verá atrofiada por otra ola de creciente mercantilización, el capitalismo industrial y la generalizada regimentación y secularización del mundo. Los teóricos de la modernización de las últimas tres décadas (de Weber a Daniel Lerner, Alex Inkeles y otros, pasando por Talcott Parsons y Edward Shils) en general han coincidido en ver al mundo moderno como un espacio de decreciente religiosidad (y creciente dominio del pensamiento científico), de menor recreo, juego y divertimento (y creciente regimentación del tiempo libre y el placer) y donde la espontaneidad se halla inhibida en todos los planos. De esta visión de la modernidad participan diversas corrientes, que incluso llegan a asociar a teóricos tan dispares como Norbert Elías y Robert Bell; sin embargo, planteamos que aquí hay un error fundamental. El error se da a dos niveles. Primero, esta visión se basa en un réquiem demasiado prematuro por la muerte de la religión y la consecuente victoria de la ciencia. Por el contrario, existe amplia evidencia, en el surgimiento de nuevas religiosidades, de que la religión no sólo no está muerta, sino que bien puede que sea más consecuente que nunca debido al carácter cambiante e interconectado de la política global actual. A un segundo nivel, también es incorrecto asumir que los medios electrónicos sean el opio de las masas. Tal concepción, que sólo hace muy poco ha comenzado a ser revisada, se basa en la noción de que las artes de reproducción mecánica, en general, condicionaron a la gente común y corriente para el trabajo industrial; y esto es demasiado simplista.
Hay una evidencia creciente de que el consumo de los medios masivos de comunicación a lo largo y ancho del mundo casi siempre provoca resistencia, ironía, selectividad, es decir, produce formas de respuesta y reacción que suponen una agencia. Cuando vemos terroristas que adoptan para sí una imagen tipo Rambo (personaje que a su vez ha dado lugar al surgimiento de un montón de contrapartes y Rambos de diferentes signos en el mundo no-Occidental); cuando vemos amas de casa leyendo novelas de amor o mirando telenovelas como parte de un esfuerzo por construir sus propias vidas; cuando vemos familias musulmanas reunidas a efectos de escuchar la grabación en casete de un discurso de sus líderes; o empleadas domésticas del sur de la India que compran excursiones guiadas al Kashmir; pues bien, estos son todos ejemplos del modo activo en que la gente, a lo largo y a lo ancho del mundo, se apropia de la cultura de masas. Tanto las camisetas estampadas, los carteles publicitarios y los graffitis como el rap, los bailes callejeros o las viviendas de los barrios pobres hechas a partir de desechos, carteles y cartones muestran la manera en que las imágenes puestas a circular por los medios masivos de comunicación son rápidamente reinstaladas en los repertorios locales de la ironía, el enojo, el humor o la resistencia.
Y esto no es simplemente una cuestión de los pueblos del Tercer Mundo que reaccionan frente a los medios de comunicación de masas estadounidenses; lo mismo ocurre cuando la gente responde ante la oferta de los medios de comunicación de masas de sus propios países y localidades. Al menos en este sentido la teoría de los medios de comunicación de masas como opio de los pueblos necesitaría ser tomada con gran escepticismo. Con esto no quiero dar la impresión de que los consumidores son agentes libres, viviendo muy felices en un mundo de shoppings bien vigilados, almuerzos gratis y transacciones rápidas. El consumo en el mundo contemporáneo, es decir, como parte del proceso civilizatorio capitalista, es por lo general una forma de trabajo y obligación. De todos modos, donde hay consumo hay placer, y donde hay placer hay agencia. La libertad, por otro lado, es una mercancía bastante más escurridiza e inalcanzable.
Más aún, la idea de la fantasía, inevitablemente, connota la noción del pensamiento divorciado de los proyectos y los actos, y también tiene un sentido asociado a lo privado y hasta a lo individualista. La imaginación, en cambio, posee un sentido proyectivo, de ser un preludio a algún tipo de expresión, sea estética o de otra índole. La fantasía se puede disipar (puesto que su lógica es casi siempre autotélica), pero la imaginación, sobre todo cuando es colectiva, puede ser el combustible para la acción.

Arjun Appadurai es un teórico indio. Secciones del libro "La modernidad descentrada", Fondo Cultura Económica, México.
Se reproduce en nuestro sitio únicamente con fines informativos y educativos.

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