‘Sobremodernidad’. Del mundo de hoy al mundo de
mañana.
por Marc Augé
Partiremos, si les parece bien, de
la constatación de dos paradojas. La primera nos concierne a todos.
Continuamente escuchamos hablar de globalización, de uniformización, hasta de
homogeneización; y de hecho la interdependencia de los mercados, la rapidez,
cada día más acelerada, de los medios de transporte, la inmediatez de las
comunicaciones por teléfono, fax, correo electrónico, la velocidad de la
información y también en el ámbito cultural, la omnipresencia de las mismas
imágenes, o, en el ámbito ecológico, la llamada de atención sobre el alza de
la temperatura de la tierra o la capa de ozono, nos pueden dar la impresión
de que el planeta se ha vuelto nuestro punto de referencia en común.
Esta planetarización puede, según los ámbitos
que afecte y la opinión de los observadores, parecer como algo bueno, un mal
menor o un horror, pero es, de todos modos, un hecho. Por un lado, sin
embargo, vemos multiplicarse las reivindicaciones de identidad local con
formas y a escalas muy diferentes entre unas y otras: el más pequeño de
nuestros pueblos ilumina su iglesia del siglo XVI y exalta sus especialidades
(Thiers, capital de la cuchillería, Janzé, cuna del pollo de granja); o bien
los idiomas regionales recobran su importancia. En Europa y en otras partes
del mundo los nacionalismos renacen o se vuelven a inventar. Los
resurgimientos religiosos se fundan en un pasado recuperado o reconstruido
(la religión maya, el movimiento de la mexicanidad en América Central, el
neochamanismo en Corea del Sur). Los integrismos se generan, con más o menor
vigor, en el seno de religiones basadas en textos sagrados. Estas
reivindicaciones de singularidad a me-nudo están en relación (en relación
antagonista) con la mundialización del mercado y tal vez asistimos hoy en
día, en Rusia, en América Latina o en Asia, a fenómenos que no son signos
exclusivos de lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas. Aquí, otra
vez, las opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno puede
constatar felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo de la
uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias que
genera la locura identitaria.
La segunda paradoja me resulta más personal. O
más bien tiene que ver con la disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos
son por tradición especialistas en sociedades lejanas y exóticas para la
mirada occidental, o especialistas en los sectores más arcaicos de las
sociedades modernas. Entonces pues, legítimamente nos podemos preguntar si
están mejor situados para estudiar las complejidades del mundo actual, si su
terreno de investigación no se está reduciendo, desapareciendo. No lo creo;
creo incluso lo contrario. Y es quizá al justificar esta afirmación
paradójica que podré contribuir a explicitar la gran paradoja, la que nos
concierne a todos, la paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y
dividido, uniformizado y diverso, ala vez (ya volveré a estos términos)
desencantado y reencantado.
Mi argumento principal será que los cambios
acelerados del mundo actual (pero también sus lentitudes y sus cargas)
constituyen un desafío para el enfoque etnológico, pero un desafío que no lo
toma del todo de improviso, por razones que quisiera señalar brevemente antes
de llegar al tema principal del debate. El método etnológico no tiene como
objetivo final el individuo (como el de los psicólogos), ni de la
colectividad (como el de los sociólogos), pero sí la relación que permite
pasar del uno al otro. Las relaciones (relaciones de parentesco, relaciones
económicas, relaciones de poder) deben ser, en un conjunto cultural dado,
concebibles y gestionables. Concebibles ya que tienen una cierta evidencia a
los ojos de los que se reconocen en una misma colectividad; en este sentido
son simbólicas (se dice por ejemplo que la bandera simboliza la patria, pero
la simboliza sólo si un cierto número de individuos se reconocen en ella o a
través de ella, si reconocen en ella el nexo que los une: es ese nexo lo que
es simbólico). Gestionables porque toman cuerpo en instituciones que las ejecutan
(la familia, el Estado, la Iglesia y muchas otras a distintas escalas).
La observación antropológica siempre está
contextualizada. La observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido
en un contexto dado y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal
contexto: jefatura, reino, etnia, área cultural, red de intercambios
económicos, etcétera. Ahora bien, hoy en día, incluso en los grupos más
aislados, el contexto, a fin de cuentas, siempre es planetario. Ese contexto
está presente en la conciencia de todos, interfiere desigual pero en todas
partes de manera sensible con las configuraciones locales, lo cual modifica
las condiciones de observación.
Es al análisis de este cambio al cual les
invito ahora. Lo podemos localizar, me parece, a partir de tres movimientos
complementarios:
· El paso de la modernidad a lo que llamaré la
sobremodernidad.
· El paso de los lugares a lo que llamaré los
no-lugares.
· El paso de lo real a lo virtual.
Estos tres movimientos no son, propiamente
dicho, distintos unos de los otros. Pero privilegian puntos de vistas
diferentes; el primero pone énfasis en el tiempo, el segundo en el espacio y
el tercero en la imagen. Baudelaire, al principio de sus Tableaux parisiens [Retratos
parisinos] evoca París como un ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a
su ventana mira
"...el taller que canta y que charla;
Los tubos, los campanarios, estos mástiles de la ciudad, Y los grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."
Los tubos son las chimeneas de las
fábricas.
Jean Starobinski hizo notar que es esta
acumulación, la adición de las distintas temporalidades lo que configura a la
modernidad del lugar. Este ideal de acumulación corresponde a un cierto deseo
de escribir o de leer el tiempo en el espacio: el tiempo pasado que no borra
del todo el tiempo presente, y el tiempo futuro que ya se perfila. Benjamín,
lo sabemos, veía en la arquitectura de los pasajes parisinos, una
prefiguración de la ciudad del siglo XX. En resumen, por acumulación, esa
imagen del espacio corresponde a una progresión, a una imagen del tiempo como
progreso.
Max Weber, para evocar la modernidad, hablará
del desencanto del mundo. La modernidad en términos de desencanto puede
definirse por tres características: la desaparición de los mitos de origen,
de los mitos de fundación, de todos los sistemas de creencia que buscan el
sentido del presente de la sociedad en su pasado; la desaparición de todas
las representaciones y creencias que, vinculadas a esta presencia [prégnance]
del pasado, hacían depender la existencia e incluso la definición del
individuo de su entorno; el hombre del Siglo de las Luces es el individuo
dueño de sí mismo, a quien la Razón corta sus lazos supersticiosos con los
dioses, con el terruño, con su familia, es el individuo que afronta el
porvenir y se niega a interpretar el presente en términos de magia y de
brujería. Pero la modernidad es también la aparición de nuevos mitos que no
son más, esta vez, mitos del pasado pero si mitos del futuro, escatológicos,
utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin clase, un futuro
prometedor) el sentido del presente. Este movimiento de substitución de los
mitos del pasado por los del futuro está analizado minuciosamente por Vincent
Descombes en su libro Philosophie par gros temps (1984).
He aquí el progreso tal y como se concebía,
digamos, hasta los años cincuenta, concepción evidentemente sostenida por las
conquistas de la ciencia y de la técnica y, en el mundo accidental, por la
certeza que con el final de la segunda guerra mundial las fuerzas del bien
habían vencido definitivamente a las fuerzas del mal.
Pero esta idea de progreso, directamente surgida de los siglos XVIII y XIX, se va descomponiendo en la segunda mitad del siglo XX. Las evidencias de la historia y las desilusiones de la actualidad llegarán a lo que podríamos llamar un segundo desencanto del mundo, que se manifiesta en tres versiones a la vez contrastadas y complementarias. En la primera versión, constatamos que los mitos del futuro, ellos también, eran ilusiones. El fracaso político, económico y moral de los países comunistas autoriza una lectura retrospectiva y pesimista de la historia del siglo y desacredita a las teorías que pretenden extrapolar el futuro. El filósofo Jean-Francois Lyotard se refirió al tema como el "fin de los grandes relatos".
La segunda versión es más triunfalista.
Corresponde al primer término de la paradoja que evocaba al principio. Es el
tema de la "aldea global", según el término de MacLuhan, una aldea
global atravesada por una misma red económica en donde se habla el mismo
idioma, el inglés, y dentro de la cual la gente se comunica fácilmente
gracias al desarrollo de la tecnología. Más recientemente, este tema
consiguió una traducción política con la noción de "fin de la
historia" desarrollada por el americano Fukuyama. Este no sostiene,
evidentemente, que la historia de eventos esté acabada, ni que todos los
países hayan llegado al mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el
acuerdo es general en cuanto a la fórmula que asocia la economía de mercado y
la democracia representativa para un mayor bienestar de la humanidad. Esta
combinación es presentada en cierto modo como indiscutible, y si marca el fin
de la historia, para Fukuyama, es porque él identifica la historia con lo que
tradicionalmente se denomina la historia de las ideas.
Sin discutir la filosofía que sostiene esta
teoría, podemos no obstante constatar que desde su primera formulación,
condenaba a pensar la historia actual de una gran parte del planeta como
signos de excepción o de retraso. En el plano cultural, los antropólogos
americanos de la corriente postmodernista hicieron observar a contrario que
hoy en día asistimos a una multiplicidad de reivindicaciones culturales
singulares, al despliegue de un verdadero patchworkmundial en el
que cada pedazo está ocupado por una etnia o un grupo específico. Y de hecho,
en el continente americano, para hacer solamente referencia a éste, las
reivindicaciones de las poblaciones amerindias, a menudo en un gran estado de
pobreza, pasan por la afirmación de su propia cultura y de su propia
historia, incluso en el caso de Chiapas y de muchas otras regiones de América
Central y del Sur, cuando recurren, episódicamente o de manera continuada, a
la violencia armada.
La antropología llamada postmodernista propone
una ideología de la fragmentación (el mundo es diverso y no hay más que
decir). Sin duda infravalora los estereotipos que relativizan la originalidad
de las reivindicaciones culturales particulares y su integración en el
sistema de la comunidad mundial (Chiapas es conocida hoy en día por la
opinión pública mundial ya que su animador, el subcomandante Marcos, domina
la utilización de los medios de comunicación y del cyberespacio). La antropología
postmoderna tiene por lo menos el mérito de mostrar, en el ámbito cultural,
los límites de las teorías de la uniformización. Pero al quedarse sólo en el
plano cultural, tal vez indebidamente separada del resto, descuida todas las
manipulaciones políticas, todas las violencias integristas u otras que
constituyen a su manera un rechazo a la aldea global liberal, y, además,
también proclama un cierto final de la historia: el fin, por la fragmentación
dentro de la polifonía cultural, del movimiento que daba un sentido, una
dirección, a esta historia.
Los teóricos de la uniformización, como los de
la polifonía postmoderna, toman nota de hechos reales pero hacen mal, me
parece, en inscribir sus análisis bajo el signo del fin o de la muerte -fin
de la historia, para unos, fin de la modernidad, para otros, fin de las
ideologías para todos-.
Tal vez sea al revés, y hoy en día suframos de
un exceso de modernidad; más exactamente, y al hacer abstracción de todo
juicio de valor, quizá podamos ser inducidos a pensar que la paradoja del
mundo contemporáneo es signo no de un fin o de una difuminación, pero sí de
una multiplicación y de una aceleración de los factores constitutivos de la
modernidad, de una sobredeterminación en el sentido de Freud, y después de él
de Althusser, término que utilizaron para designar los efectos imprevisibles
y difíciles de analizar de una superabundancia de causas.
La noción de sobremodernidad
Neologismo por neologismo, les propondré por
mi parte el término de sobremodernidad para intentar pensar conjuntamente los
dos términos de nuestra paradoja inicial, la coexistencia de las corrientes
de uniformización y de los particularismos. La situación sobremoderna amplía
y diversifica el movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del
exceso y, por mi parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos:
el exceso de información, el exceso de imágenes y el exceso de
individualismo, por lo demás, cada uno de estos excesos está vinculado a los
otros dos.
El exceso de información nos da la sensación
de que la historia se acelera. Cada día somos informados de lo que pasa en
los cuatro rincones del mundo. Naturalmente esta información siempre es
parcial y quizá tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un
acontecimiento lejano puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza
cada día el sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de
tenerla pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante
el noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana.
El corolario a esta superabundancia de
información es evidentemente nuestra capacidad de olvidar, necesaria sin duda
para nuestra salud y para evitar los efectos de saturación que hasta los
ordenadores conocen, pero que da como resultado un ritmo sincopado a la
historia. Tal acontecimiento que había llamado nuestra atención durante
algunos días, desaparece de repente de nuestras pantallas, luego de nuestras
memorias, hasta el día que resurge de golpe por razones que se nos escapan un
poco y que se nos exponen rápidamente. Un cierto número de acontecimientos
tiene así una existencia eclíptica, olvidados, familiares y sorprendentes a
la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis irlandesa, los atentados en
el país vasco o las matanzas en Argelia. No sabemos muy bien por donde vamos,
pero vamos y cada vez más rápido.
La velocidad de los medios de transporte y el
desarrollo de las tecnologías de comunicación nos dan la sensación que el
planeta se encoge. La aparición del cyberespacio marca la prioridad del
tiempo sobre el espacio. Estamos en la edad de la inmediatez y de lo
instantáneo. La comunicación se produce a la velocidad de la luz. Así, pues,
nuestro dominio del tiempo reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño
mundo" basta apenas para la expansión de las grandes empresas
económicas, y el planeta se convierte de forma relativamente natural en un
desafío de todos los intentos "imperiales".
El urbanista y filósofo Paul Virilio, en
muchos de sus libros, se preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la
democracia, en razón de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se
caracteriza el cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades
internacionales, algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco,
podrán decidir el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el
pesimismo, podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político
también los episodios locales son presentados cada vez más como asuntos
"internos", que eventualmente competen al "derecho de
injerencia". Queda claro que el estrecha-miento del planeta
(consecuencia del desarrollo de los medios de transporte, de las
comunicaciones y de la industria espacial) hace cada día más creíble (y a los
ojos de los más poderosos más seductora) la idea de un gobierno mundial. El
Mundo Diplomático del mes pasado comentaba, bajo la pluma, por cierto muy
crítica de un profesor americano de la universidad de San Diego, las
perspectivas para el siglo que viene trazadas por David Rothkopf, director
del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las palabras de David
Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:
"Compete al interés económico y político
de los Estado Unidos el vigilar que si el mundo opta por un idioma único,
éste sea el inglés; que si se orienta hacía normas comunes tratándose de
comunicación, de seguridad o de calidad, sean bajo las normas americanas; que
si las distintas partes se unen a través de la televisión, la radio y la
música, sean con programas americanos; y que, si se elaboran valores comunes,
estos sean valores en los cuales los americanos se reconozcan".
En realidad, no hay aquí nada de
extraordinario ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso
de ayer, pero el hecho notable es que el dominio imaginado ahora es planetario
y que los medios de comunicación constituyen su arma principal.
Ahora bien, el tercer término por el cual
podríamos definir la sobremodernidad consiste en la individualización pasiva,
muy distinta del individualismo conquistador del ideal moderno: una
individualización de consumidores cuya aparición tiene que ver sin ninguna
duda con el desarrollo de los medios de comunicación. Durkheim, a principios
de este siglo, lamentaba ya la debilitación de lo que llamaba los
"cuerpos intermediarios": englobaba bajo este término las
instituciones mediadoras y creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el
"nexo social", tales como la escuela, los sindicatos, la familia,
etcétera. Una observación del mismo tipo podría ser formulada con más
insistencia hoy, pero sin duda podríamos precisar que son los medios de
comunicación los que sustituyen a las mediaciones institucionales.
La relación con los medios de comunicación
puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone
cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les
escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación
solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro,
sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara;
en fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el
elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero
percibidas como personales.
Por supuesto, no estoy describiendo aquí una
fatalidad, una regla ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de
tentaciones e incluso de tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre
una parte de la juventud japonesa, la cual, a través de los medios de
comunicación, llegaba hasta el aislamiento absoluto. Despolitizados, poco
informados sobre la historia del Japón, naturalmente opuestos a la bomba
atómica y tentados a huir en el mundo virtual, los otaku (es así como los
llaman) se quedan en su casa entre su televisor, sus vídeos y sus
ordenadores, dedicándose a una pasión monomaníaca con un fondo de música
incesante. Un informe americano muy fundamentado dio a conocer recientemente
el sentimiento de soledad que invade a la mayoría de los internautas.
En cuanto a la individualización de los
destinos o de los itinerarios, y a la ilusión de libre elección individual
que a veces la acompaña, éstas se desarrollan a partir del momento en el que
se debilitan las cosmologías, las ideologías y las obligaciones intelectuales
con las que están vinculadas: el mercado ideológico se equipara entonces a un selfservice,
en el cual cada individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para
ensamblar su propia cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo.
Pasividad, soledad e individualización se
vuelven a encontrar también en la expansión que conocen ciertos movimientos
religiosos que supuestamente desarrollan la meditación individual; o incluso
en ciertos movimientos sectarios. Significativamente, me parece, las sectas
pueden definirse por su doble fracaso de socialización: en ruptura con la
sociedad dentro de la cual se encuentran (lo que basta para distinguirlas de
otros movimientos religiosos), fracasan también a la hora de crear una
socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la reemplaza
y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión de
algunos individuos -o más bien la agregación que toma la apariencia de
reunión, un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta
perspectiva, es una salida previsible: el individuo que rechaza el nexo
social, la relación con el otro, ya está simbólicamente muerto.
Los no-lugares
Paso ahora al segundo movimiento anunciado,
paralelo al primero, el paso de los lugares a los no-lugares. Para la
antropología, el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, es decir, que
es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad
de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que
comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o un recuerdo del lugar entendido
de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del pueblo familiar donde
pasábamos las vacaciones o también un recuerdo literario. Pienso en Combray
(Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que Francoise, la sirvienta
de la familia del narrador, tiene de todos sus habitantes: después de una
minuciosa observación de los espacios prácticamente asignados a cada uno en
el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un sentido al más
ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido, para usar una
expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre Proust, es
también un "territorio retórico", es decir, un espacio en donde
cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en
donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de
reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto
de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se
reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente
de la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida
individual, no es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero
carece de libertad, y por eso se concibe que en distintos países y en
distintas épocas el paso de la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como
una liberación.
Los antropólogos estudiaron tales lugares.
"Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S., hizo falta que el
universo significara". Hizo falta, en otros términos, reconocerse en el
universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el espacio y el tiempo
para dominar las relaciones humanas. Entre paréntesis, y a pesar de los
progresos fantásticos de la ciencia, este diálogo entre sentido y
conocimiento, entre simbolismo y saber no está a punto de desaparecer, ya que
las relaciones entre humanos no pueden depender enteramente de la ciencia o
del saber. Así, pues, los antropólogos estudiaron, en las sociedades que
llamamos tradicionales, cómo la identidad, las relaciones sociales y la historia
se inscribían en el espacio.
En África, como en Asia, en Oceanía o en
América, ni la distribución de las aldeas ni las pautas de residencia, ni
tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado están dejadas al azar. No
nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y hemos inventado
palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del padre, de la
madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad, matrilocalidad,
avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las poblaciones
nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así, los Tuaregs
no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino que
también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son distribuidas
en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al espacio en
términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre Vernant nos
ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el hogar, centro
de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de Hermes, zona
masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas culturas está
considerado como un receptáculo de ciertas presencias ancestrales y se divide
(es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de Benin) en zonas, objeto de
curas especiales o de ofrendas específicas.
Así, al definir el lugar como un espacio en
donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar
no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible. Estos espacios,
cada día más numerosos, son:
· Los espacios de circulación: autopistas,
áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...
· Los espacios de consumo: super e
hypermercados, cadenas hoteleras.
· Los espacios de la comunicación: pantallas,
cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.
Podemos pensar, por lo menos en un primer
nivel de análisis, que estos nuevos espacios no son lugares donde se
inscriben relaciones sociales duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil
hacer un análisis en términos durkheimianos de una sala de espera de Roissy:
salvo excepción, por suerte siempre posible, los individuos se mueven sin
relacionarse, ni negociar nada, pero obedecen a un cierto número de pautas y
de códigos que les permiten guiarse, cada uno por su lado. En la autopista,
sólo veo del que me adelanta un perfil impasible, una mirada paralela, y
luego cuando lo tengo delante el pequeño intermitente rojo que encendió casi
sin pensarlo.
Estos no-lugares se yuxtaponen, se encajan y
por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen a los supermercados,
miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el
depósito de nuestro coche en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también
a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me proporciona puntos que puedo
convertir en billetes de avión, etcétera. En la soledad de los no-lugares
puedo sentirme un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de
haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis tiene un per-fume de
inocencia (en francés se puede jugar con la palabra "no-lugares"),
pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá de unas horas. La
versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito donde nos
eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna que
reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan
recomponerse.
Los no-lugares, entonces, tienen una
existencia empírica y algunos geógrafos, demógrafos, urbanistas o arquitectos
describen la extensión urbana actual como suscitando espacios que, si se
retiene la definición que propuse, son verdaderos no-lugares. Hervé Le Bras,
en su libro La planète au village [El planeta en la aldea],
destaca que vivimos una era de extensión urbana tan desarrollada que hace
estallar los límites de la antigua ciudad: un tejido más o menos
desorganizado se despliega a lo largo de las vías de comunicación, de los
ríos y de las costas. Habla en este contexto de "filamentos urbanos"
y toma como ejemplo a la red urbana que se extiende sin interrupción de
Manchester a la llanura del Pô, y a la cual los geógrafos dieron el nombre de
"banana azul" para describir la dispersión tan peculiar que se ve
en las fotografías tomadas de noche por los satélites. Augustin Berque, en su
libro Du geste à la cité [Del gesto a la ciudad], demostró
como la ciudad de Tokio perdió su inscripción en el paisaje mientras
desaparecían también sus lugares de sociabilidad interna. Hasta hace poco,
uno de los elementos del gran paisaje (el Monte Fuji o el mar) se percibía
siempre desde cualquier calle. Pero la construcción de grandes edificios
suprimió estos puntos de vista. Por otro lado, las últimas callejuelas o
callejones sin salida que creaban lugares de encuentro, de intercambio y de
charlas, alrededor de los talleres y de los colmados, desaparecían bajo el
efecto de la misma transformación.
El arquitecto Rem Koolhass propuso la
expresión de "ciudad genérica" para designar el modelo uniforme de
las ciudades que se encuentran hoy en día por doquier en el planeta. La
ciudad genérica, escribe él, "es lo que queda una vez que unos vastos
lienzos de vida urbana hayan pasado por el cyberespacio. Un lugar donde las
sensaciones fuertes están embotadas y difusas, las emociones enrarecidas, un
lugar discreto y misterioso como un vasto espacio iluminado por una lámpara
de cabecera". Y añade: "...el aeropuerto es hoy día uno de los
elementos que caracteriza más distintivamente a la Ciudad Genérica [...] Es,
por otra parte, un imperativo, ya que el aeropuerto es más o menos todo lo
que un individuo medio tienen la oportunidad de conocer de la mayoría de las
ciudades [...] el aeropuerto es un condensado a la vez de lo hiperlocal y de
lo hipermundial: hipermundial porque propone mercancías que ni se encuentran
en la ciudad, hiperlocal porque en él se proporcionan productos que no
existen en ninguna otra parte".
Es necesario aclarar que la oposición entre
lugares y no-lugares es relativa. Varía según los momentos, las funciones y
los usos. Según los momentos: un esta-dio, un monumento histórico, un parque,
ciertos barrios de París no tienen ni el mismo cariz, ni el mismo significado
de día o de noche, en las horas de apertura y cuando están casi desiertos. Es
obvio. Pero observamos también que los espacios construidos con una finalidad
concreta pueden ver sus funciones cambiadas o adaptadas. Algunos grandes
centros comerciales de las periferias urbanas, por ejemplo, se han convertido
en puntos de encuentro para los jóvenes que han sido atraídos, sin duda, por
los tipos de productos que se pueden ver (televisión, ordenadores, etcétera,
que son el medio de acceso actual al vasto mundo); pero, más aún, empujados
por la fuerza de la costumbre y la necesidad de volver a encontrase en un
lugar en donde se reconocen. Finalmente, está claro que es también el uso lo
que hace el lugar o el no-lugar: el viajero de paso no tiene la misma
relación con el espacio del aeropuerto que el empleado que trabaja allí cada
día, que encuentra a sus colegas y pasa en él una parte importante de su
vida.
La definición del espacio está, en
consecuencia, en función de los que viven en él. En una tesis que dio lugar a
un libro,Coeur de Banlieue [Corazón de suburbio], uno de mis
antiguos estudiantes describió cómo en Courneuve, en la ciudad de los 4000,
los más jóvenes (entre 10 y 16 años) constituían bandas que se apropiaban del
territorio de su ciudad, lo defendían eventualmente contra otras bandas y
hacían cumplir a los nuevos miembros unos ritos iniciáticos que siempre
estaban relacionados con el dominio lúdico y simbólico del lugar. En este
caso deberíamos hablar, más bien, de superlocalización. En la televisión, en
directo, hasta vimos a adultos llorar delante del espectáculo del
derrumbamiento de las "barras" (grandes edificios de los
suburbios), en las cuales habían vivido. Si bien estos grandes grupos de
vivienda podían parecer deplorables a los observadores foráneos, para otros
habían sido, mal que bien, un lugar de vida.
La superlocalización puede ser vinculada a
fenómenos de exclusión o de marginación. Sabemos que los jóvenes de los
suburbios "se precipitan" sobre París el sábado por la noche, y más
precisamente a ciertos barrios -la Bastille, le Forum des Halles, Les Champs
Elysées-, que, sin duda, les parecen condensar la quintaesencia del
"espectáculo" urbano y donde tienen la oportunidad de ver, y
eventualmente, de experimentar los aparatos que dan acceso al mundo de la
información y de la imagen. Tal vez vamos hoy en día a ver de los escaparates
de las tiendas de televisores y de ordenadores como íbamos antes, en mi
pueblo bretón, a la orilla del mar para soñar con partidas y viajes. El
"fuera del lugar" de una ciudad, la capital, de la cual sólo son
captados por definición sus reflejos, sería la contra-partida del
"superlugar" de la metrópoli.
Al hablar del espacio estamos naturalmente
inducidos a hablar de la mirada, no sin identificar, a este respecto, un
peligro, un riesgo. Toda superlocalización conlleva el peligro de ignorar a
los otros, los del exterior inmediato, de desimbolizar, en este sentido, la
relación social, y, más aún, de obviarla por tener sólo acceso, a través de
las imágenes, aun mundo soñado o fantaseado. Lejos de reservar este riesgo
sólo a nuestros suburbios, pienso que es el riesgo de todos en distintos
grados. Pero la aparición en algunos continentes de barrios privados, hasta
ciudades privadas, y en todas las grandes ciudades del mundo de edificios
superprotegidos con sus puentes levadizos electrónicos, demuestra que para
muchos, lo que llamamos la planetarización, corresponde a un intento
contradictorio, y en ciertos aspectos un poco irrisorio, de conciliar el
repliegue del cuerpo al abrigo de fronteras estrechas y el vagabundeo de la
mirada a través de las imágenes del mundo o el mundo de las imágenes: ¿no es,
después de todo, la actitud del que se duerme en el hueco de su cama para
soñar con lo vivido el día anterior?
De lo real a lo virtual
Alcanzamos aquí, me parece, el punto central
de nuestro tema. Más allá de nuestros interrogantes en cuanto a las
mutaciones del tiempo y del espacio, se trata de la relación que mantenemos
con lo real, concebido él mismo como problemático, ya que nos atrevemos a
hablar del paso de lo real a lo virtual.
En primer lugar dos precisiones: El término
"virtual" se utiliza hoy en día de manera poco clara. Las imágenes
llamadas virtuales no lo son en calidad de imágenes. Por esta razón, son
eminentemente actuales, y algunas realidades que representan son, además,
también actuales. Al contrario, todas las ficciones a las cuales dan forma,
todos los "mundos" que representan (como en los video-juegos) no
son forzosamente "virtuales" si no tienen ninguna oportunidad,
ninguna posibilidad de hacerse "actuales" o de realizarse, mientras
no sean realidades "en potencia" (pensamos aquí en la definición
del Littré. Virtual: "Que resulta sólo en potencia y sin efecto
actual"). En cambio, lo que es virtual, y podría ser una amenaza, es el
efecto de la fascinación absoluta, de devolución reciproca de la imagen a la
mirada y de la mirada a la imagen que el desarrollo de las tecnologías de la
imagen puede generar.
En este punto, una segunda precisión tal vez
sea necesaria. No tengo ninguna intención de disertar contra la imagen y las
tecnologías de la comunicación (esto no tendría sentido). Subrayar los
peligros que comportan la alienación progresiva a una tecnología, las
confusiones inducidas por el peso de la pereza y de la costumbre, intentar
reconocer la fuerza y los efectos de la ilusión, es más bien recordar que la
imagen, por más sofisticada que pueda ser, sólo es una imagen, es decir, un
me-dio de ilustración, a veces de exploración, a menudo de comunicación o
también de distracción. Marx decía que las relaciones con la naturaleza
correspondían en última instancia a relaciones entre los hombres; podríamos
más evidentemente, y con más razón, decir lo mismo de las relaciones con las
imágenes.
Quisiera entonces enumerar rápidamente todas
las ambigüedades de nuestra relación con la imagen antes de sugerir en qué
condiciones puede no ser un obstáculo a la libre construcción de nuestras
identidades individuales y colectivas. Por-que es aquí, creo yo, donde radica
el desafío esencial de nuestro futuro.
La imagen recibida o percibida, sobretodo la
que difunden nuestros televisores, tiene varias características.
·Iguala acontecimientos: millones de muertos
en Afganistán; nuevo fracaso del París Saint-Germain.
·Iguala personas: las figuras de la política,
las estrellas del espectáculo, del deporte y de la televisión misma, pero
también las muñecas y otros títeres que se pegan a la piel de los que
caricaturizan, o incluso los personajes ficticios de algunos culebrones que
nos parecen más reales que los actores. Esta igualación no es inocente en la
medida que dibuja los contornos de un nuevo Olimpo, cercano pero inaccesible
como un espejismo del que reconocemos los héroes y los dioses sin realmente
conocerlos.
·Hace incierta la distinción entre lo real y la ficción. Los acontecimientos están concebidos y escenificados para ser vistos en la televisión. Lo que veíamos de la guerra del Golfo tenía la apariencia de un video juego. El desembarco a Somalia se hizo a la hora anunciada, como cualquier otro espectáculo, delante de centenares de periodistas. Si la vida política internacional, hoy día, a menudo tiene aspectos de "culebrón" es sin duda, ante todo, porque debe ser llevada a la pantalla, por múltiples razones, en las cuales intervienen tanto los cálculos tácticos de los actores como las expectativas o costumbres de los espectadores.
Las mediaciones políticas están sometidas así
al ejercicio mediático. Algunos ven en la televisión de hoy el equivalente
del ágora griega, pero quizá infravaloran la pasividad que conlleva la
definición del ciudadano como espectador.
Otro efecto deletéreo de la poderosa presencia
[prégnance] de la imagen, bien podría ser equiparado con lo que, a propósito
de otras drogas livianas, llamamos adicción. La adicción a la imagen aísla al
individuo y le propone simulacros del prójimo. Más estoy en la imagen, menos
invierto en la actividad de negociación con el prójimo que es en la
reciprocidad, constitutiva de mi identidad. La relación simbólica de la que
hablaba al principio, y que en todas las sociedades es a la vez objeto y
desafío de la actividad ritual, implica esta doble actividad de
reconocimiento del prójimo y de la reconstrucción de sí mismo.
Las imágenes, en esta actividad eminentemente
social, pueden tener un papel decisivo, un papel mediador, por eso se
utilizaron en las empresas de conquista y de colonización cuya historia nos
proporciona muchos ejemplos. Así las órdenes mendicantes, y luego los
jesuitas, para convertir a los indios de México empezaron a sustituir sus
imágenes, las de una tradición azteca muy rica en este ámbito, por las del
barroco cristiano y castellano. Esta "guerra de imágenes", para
tomar el titulo del libro del especialista en historia de México Serge
Gruzinski, duró siglos, y aún hoy en día no está del todo acabada cuando
desde hace algunos años el evangelismo protestante de origen norteamericano
empieza, no sin éxito, a erradicar toda referencia a las imágenes católicas o
paganas, y conduce, con menos ruido, a una nueva guerra de religión que se
extiende a todos los continentes, sobretodo con pantallas superpuestas,
porque, si bien denuncian la imaginería católica o los fetiches paganos, los
evangelistas no odian ni el espectáculo, ni la pantalla.
El hecho nuevo hoy en día, y aquí radica el
problema, es que a menudo la imagen ya no representa un papel de mediación
con el otro, pero sí se identifica con él. La pantalla no es un mediador
entre yo y los que me presenta. No crea reciprocidad entre ellos y yo. Los
veo pero ellos no me ven. Esta mediación naturalmente puede existir en otra
parte; puedo tener un nexo familiar, político, amistoso o intelectual con los
que veo en la pantalla. La molestia empieza cuando el simulacro se instala,
cuando la ficción hace las veces de real, cuando todo pasa como si no hubiera
otra realidad que la de la imagen.
Ahora bien, este fenómeno de sustitución de la
realidad por la imagen, que inicialmente suponía representar o ilustrarla, es
muy generalizado hoy en día, y tomaré, para acabar, un ejemplo de ello que no
es directamente o estrictamente ni político ni mediático. El mundo es
recorrido hoy en día por flujos de población que esencialmente van en
sentidos contrarios: los inmigrantes a los que sus dificultades económicas
precipitan hacía un mundo occidental, que tienden a mitificar; los turistas,
con el ojo pegado a sus cámaras y encandilados, recorren los países que a
menudo son aquellos de donde parten los inmigrantes. No es cierto que,
recorriendo el mundo, fotografiándolo y filmándolo, no encontremos
esencialmente en nuestros viajes, como en el famoso albergue español, lo que
nosotros mismos habíamos llevado allí: imágenes y sueños.
Poco tiempo atrás, Disney Corporation ganó un
concurso organizado por el ayuntamiento y el Estado de Nueva York para la
edificación de un hostal, un centro comercial y de ocio en Times Square, así
como la remodelación del barrio. Lo que más destaca en el proyecto de los
arquitectos de Disney es que instala el mundo de Superman, con su
arquitectura caótica y atravesada por rayos galácticos, en el corazón de la
ciudad, como componente normal de ella. Algunos periodistas notaron que el
nuevo Times Square era fiel a la estética de los centros de ocio ya
instalados en Estados Unidos. Fuera de los debates sofisticados sobre el
sentido de la obra, el efecto Disney se toma en serio y se constituye en
autoreferencia para el futuro. Se riza así el rizo: de un estado en el cual
la ficción se nutría de la transformación imaginaria de lo real, hemos pasado
a un estado en el cual lo real se esfuerza en reproducir la ficción. Bajo
este diluvio de imágenes, ¿queda aún sitio para la imaginación?
Hay que concluir, y tal vez matizar o
corregir, el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse
en mis palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista;
quisiera convencerlos formulando dos observaciones y contándoles una
anécdota.
La primera observación es que la sociología
real, o si lo preferimos, la sociedad real, es más compleja que los modelos
que intentan dar cuenta de ella.
Digamos que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la historia, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia continúa. Quizá incluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que desde ahora su horizonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que es sólo ahora que comienza, que sólo ahora sale de la prehistoria.
Si la realidad de hoy tiene a
menudo la apariencia de un espectáculo, de una película o de un show,
si podemos tener la sensación de que por la extensión de los espacios de
anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la historia
condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la economía
a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin embargo,
podemos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece, la
experiencia antropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia
imposible. Salvo algunas excepciones, los humanos no se perderán en el
centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el
sentimiento de déficit simbólico, de debilidad social que nos invade a veces
(pero ya Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones
simbólicas y sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para
lo mejor y para lo menos bueno, la historia continúa.
Sin duda la
historia de mañana, como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión,
entre sentido y ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La
ciencia, al contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para
tranquilizarnos: avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está
claro que hoy en día resucita vértigos pascalianos al descubrir en la
intimidad del individuo la suma de sus determinantes (estamos cartografiando
el genoma humano), justo en el momento en el cual la astrofísica vuelve a
actualizar la idea de lo infinitamente grande.
No estamos más en
la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época donde la
naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organización de los
hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto",
como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo
cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y
lo infinito: no reelaborar lo social.
La historia de ahora en adelante (y es un
hecho sin precedentes) será conscientemente la del planeta percibido como
planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros
sistemas. Pero por esta misma razón, la aventura, mañana, seguirá siendo una
aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un desafío.
Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar
mucho con un grupo de indios ya-ruro-pumé en la frontera de Venezuela y
Colombia. Aislados, casi sin recursos, es-tos indios celebraban casi cada
noche una ceremonia, el Tôhé, durante la cual un chamán viaja soñando a la
casa de los dioses. Por la mañana cuenta su viaje, que a menudo tiene una
meta concreta (pedir la opinión de un dios, recuperar el alma robada de un
hombre o de una mujer enfermos, tener noticias de un muerto), y describe el
país de los dioses.
Este país es una ciudad donde circulan coches
silenciosos entre las altas construcciones iluminadas. En los cruces, la
comida y las bebidas son entregadas a discreción. Total, este mundo de dioses
es una imagen magnificada de Caracas ¾donde estos pumé nunca han ido, pero de
la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes interrogando a
visitantes u hojeando revistas encontradas.
Así, nuestras ciudades han invadido el
imaginario de estos indios. Pero son ciudades de ensueños, en su doble sentido.
En la realidad, cuando algunos de estos pumé dejan su campamento, paran a las
puertas de la ciudad, en las chabolas donde los televisores les proponen, a
todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños, ficciones abandonadas
por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan conjunta-mente. Las
ciudades de los sueños indios no son más reales que los indios de los sueños
occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble malentendido demuestra,
a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente, desigualmente, pero
ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta contemporaneidad,
rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy empieza.
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lunes, 20 de octubre de 2014
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